Horizonte humanístico integral del maestro Pedro Henríquez Ureña
Por Juan de la Cruz
El 29 de junio de 1884 nació en la ciudad de Santo Domingo, Primada de América, una de las figuras más emblemática de la República Dominicana e Hispanoamérica, Pedro Henríquez Ureña. Fue hijo de dos intelectuales sólidos: Francisco Henríquez y Carvajal, médico, abogado y maestro prestante que por su talante intelectual y ético acompañó en su ciclópea tarea al Gran Maestro de América, Eugenio María de Hostos, en la Reforma Educativa de la República Dominicana y alcanzó las posiciones cimeras de Ministro de Relaciones Exteriores y Presidente de la República; y Salomé Ureña, poeta ilustre y maestra de generaciones, quien fundó el Instituto de Señoritas, en apoyo a la labor pedagógica de Hostos.
Pedro Henríquez Ureña desde niño recibió junto a sus hermanos Frank, Max y Camila una formación clásica e integral, que le permitió descollar muy tempranamente en las letras nacionales y alcanzar una proyección internacional inigualable; no obstante, su acendrada dominicanidad le permitió estar siempre pendiente del lar nativo.
Su movilidad constante y sus grandes aportes en los diferentes ámbitos Intelectuales de Santo Domingo, Cabo Haitiano, Cuba, México, Estados Unidos, Argentina y España, le ha permitido la ponderación de Maestro, Humanista Contemporáneo y Creador Errante, lo que sin duda alguna lo sitúa entre los intelectuales dominicanos de mayor prestigio y reconocimiento internacional.
PERSPECTIVA FILOSÓFICA EN TORNO AL HUMANISMO
El humanismo es la perspectiva filosófica del ser humano sobre su propia existencia en la faz de la tierra, mediante la cual hace conciencia de su rol ante sí mismo, para con los demás y frente al entorno natural, social, económico, político, cultural y espiritual en que le toca vivir.
El humanismo no siempre existió, sino que tuvo sus inicios en el momento mismo en que el ser humano se hizo consciente de que para superar las condiciones adversas en que se desenvolvía, era necesario partir del reconocimiento de sí mismo, aceptar su identidad, hacerse consciente de sus límites y posibilidades, prodigar amor a los demás, enfrentar junto a otros los obstáculos que le imponía el medio circundante y estar en capacidad de soñar con una vida mejor en lo porvenir.
Aunque en diversos pueblos de la época primitiva y de la antigüedad se encuentran múltiples expresiones de humanismo, es en la civilización griega cuando éste adquiere su máximo esplendor, continúa manifestándose con gran fuerza en diversas esferas de la sociedad romana y, tras un largo período de dominación casi exclusiva del culto a lo divino en el Medioevo, resurge, como el ave fénix, en el período renacentista de la mano de grandes filósofos, literatos, artistas plásticos y científicos de las diferentes ramas del saber.
El humanismo en las actuales circunstancias solo lo podemos concebir, si entendemos que la individualidad está estrechamente conectada a los anhelos colectivos de la comunidad y la sociedad en general; si nos hacemos conscientes de nuestra propia ignorancia y comprendemos que solo mediante la superación permanente de todos es que podemos lograr mayores niveles de bienestar individual y colectivo; si asumimos la virtud en todos los ámbitos de nuestra vida como el tesoro más preciado que debemos cultivar siempre, de manera que podamos influir positivamente en los demás.
Así mismo, si practicamos y predicamos el respeto a la vida de todos los seres que cohabitamos en el planeta tierra como el mayor gesto de amor que podemos prodigarnos a nosotros mismos, a los demás y al hábitat en que actuamos; si logramos que la filosofía, la ciencia y la tecnología sean puestas al servicio de la paz, la justicia, la equidad y el bien común; si integramos la solidaridad a nuestra práctica cotidiana, lo que constituye, sin duda alguna, el más claro indicador de cuán conscientes somos de nuestra humanidad y de nuestro compromiso ineludible para con ella.
VALORACIÓN DE PEDRO HENRÍQUEZ URENA SOBRE EL HUMANISMO
El doctor Pedro Henríquez Ureña, en tanto humanista contemporáneo, sintetizó en su magnífica formación los aspectos más relevantes de las culturas oriental, grecolatina, hispánica, latinoamericana y norteamericana, en sus expresiones clásica, medieval, moderna y contemporánea.
La visión humanística que adquirió desde finales del siglo XIX y durante las cuatro primeras décadas del siglo XX sobre la filosofía, la ciencia, las letras y la cultura en general, en su Santo Domingo natal, Haití, Cuba, México, Estados Unidos, España y en la Argentina, le permitió incidir de forma determinante en las generaciones con que compartió inquietudes intelectuales en sus múltiples roles de discípulo, condiscípulo y maestro.
Entre ellas resaltan figuras cimeras de las letras, el arte, la ciencia y la filosofía latinoamericana y española como Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Diego Rivera, Francisco Romero, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, José Ingenieros, Adolfo Bioy Casares, Américo Lugo, Gastón Fernando Deligne, Tulio M. Cestero, Federico García Godoy, Juan Isidro Jimenes-Grullón, Mariano Picón Salas, Enrique José Varona, Juan Marinello, Nicolás Guillén, José Enrique Rodó, Juana de Ibarborou, José Carlos Mariátegui, Gabriela Mistral, Germán Arciniega, Ramón Menéndez y Pidal, Rafael Altamira y Amado Alonso, entre otros.
La concepción asumida por Henríquez Ureña sobre las humanidades es sumamente amplia, razón por la cual aspiraba a que ésta ejerciera un sutil influjo espiritual en todo el proceso de reestructuración política, cultural e intelectual que vivió México tras la revolución popular del año 1910. Y es que nuestro pensador era de opinión que las humanidades “son más, mucho más, que el esqueleto de las formas intelectuales del mundo antiguo: son la musa portadora de dones y de ventura interior, ‘fors olavigera’, para los secretos de la perfección humana (Henríquez Ureña, 1998:22).
Henríquez Ureña no acepta la hipótesis del progreso indefinido, universal y necesario que sustentan algunos pensadores para justificar que todos los pueblos que integran nuestro planeta están compelidos ineluctablemente a lograr los mismos niveles de desarrollo, puesto que, a su entender, cada uno posee características distintivas que no les son atribuibles a los demás; en cambio, acepta la creencia del “milagro helénico”, en el caso del pueblo griego, por cuanto supo combinar de una manera satisfactoria aspectos de la terrenalidad mundana y humana con una amplia perspectiva de la trascendencia y de lo trascendente.
Antiguo Oriente: La esperanza, fuera del alcance humano
Las civilizaciones del Antiguo Oriente, entre las que destacan Egipto, Mesopotamia, Judea, Persia, Fenicia, China e India, se desarrollaron en condiciones geográficas, económicas, sociales e históricas sumamente adversas. No obstante, hicieron aportes inmensos al desarrollo de la humanidad en todos los ámbitos de la cultura material y espiritual, con la implementación de la agricultura, la ganadería, la minería, la navegación, el comercio, la artesanía, la religión, la literatura, el derecho, la filosofía y el surgimiento de ciencias claves como la astronomía, la arquitectura, la geometría, la matemática y la medicina, entre otras.
Al referirse a las características de los pueblos que conformaron el Antiguo Oriente, Henríquez Ureña hace un retrato inigualable de ellos, en el que destaca sus grandes virtudes y debilidades. Veamos:
“Las grandes civilizaciones orientales (arias, semíticas, mongólica u otras cualquieras) fueron sin duda admirables y profundas: se les iguala a menudo en sus resultados, pero no siempre se les supera. No es posible construir con majestad mayor que la egipcia, ni con elegancia mayor que la pérsica; no es posible alcanzar legislación más hábil que la de Babilonia, ni moral más sana que la de la China arcaica, ni el pensamiento filosófico más hondo y sutil que el de la India, ni fervor religioso más intenso que el de la nación hebrea. Y nadie supondrá que son ésas las únicas virtudes del antiguo mundo oriental. Así la patria de la metafísica budista es también patria de la fábula, del ‘thier epos’, malicioso resumen de experiencias mundanas… Todas esas civilizaciones tuvieron como propósito final la estabilidad, no el progreso; la quietud perpetua de la organización social, no la perpetua inquietud de la innovación y la reforma. Cuando alimentaron esperanzas, como la mesiánica de los hebreos, como la victoria de Ahura-Mazda para los persas, las pusieron fuera del alcance humano: su realización sería obra de las leyes o las voluntades más altas” (Henríquez Ureña, 1998:22-23).
Está claro que, para las civilizaciones del Antiguo Oriente, la idea de progreso e innovación permanente desde el ser humano y para el usufructo de éste, no fue su prioridad. La máxima aspiración de sus gobernantes y guías espirituales era alcanzar la estabilidad política que proporciona la perenne quietud de sus fuerzas sociales para así garantizar su perpetuación indefinida en el poder.
Por esa razón, las máximas autoridades de esas civilizaciones, los faraones, los sumos sacerdotes, los emperadores, la nobleza, los escribas y los mandarines ponían en mano de fuerzas divinas la realización de todo ideal de redención o progreso. En el mejor de los casos, recurrían al establecimiento de normas rígidas de convivencia, mediante la imposición de tablas, códices, leyes y mandamientos, que permitieran pautar las actuaciones cotidianas, morales y éticas de sus habitantes. Esas normas estaban orientadas, casi siempre, a castigar las conductas e inconductas, las acciones o des acciones del ser humano, cuyos propósitos implícitos o explícitos estuvieran dirigidos a cambiar el estado de cosas vigente en esas sociedades jerarquizadas, herméticas y despóticas, tal como lo revelan códices como el de Hammurabi en Mesopotamia y el Manú en la India.
Henríquez Ureña captó la esencia de las civilizaciones orientales antiguas cuando advirtió que ellas habían logrado avances admirables en todos los ámbitos de la cultura, sin dejar de reconocer que sus características más pronunciadas fueron la estabilidad y la petrificación social que facilitaba la perpetuación política de sus gobernantes, vía el establecimiento de leyes rigurosas o mediante el cumplimiento de la voluntad divina de sus dioses.
Ahora bien, el escritor dominicano echó de menos en esas sociedades una orientación dirigida por los ideales de progreso, innovación y reforma del sistema político, jurídico y educativo, fuentes indiscutibles de toda movilidad social, de una cultura humanística y del desarrollo pleno del ser humano. Por tal razón, estas civilizaciones estuvieron muy lejos de alcanzar aquellas virtudes que son propias del humanismo integral, que sabe combinar sabiamente el desarrollo de las dotes individuales, con la praxis de la justicia, el florecimiento de la cultura y la búsqueda permanente del bienestar colectivo.
Grecia: Paradigma del Humanismo
El pueblo griego veía en el progreso y en la innovación perenne, consustanciales a la creatividad individual del ser humano y a la convivencia social, el leit motiv de su existencia. Es cierto que la civilización griega bebió de la fuente inagotable de los pueblos milenarios del Oriente (tal como lo destacan en sus textos narrativos los historiadores antiguos Heródoto y Tucídides), pero no es menos cierto que tuvo la capacidad de recrear las experiencias y los conocimientos adquiridos para estructurar una cultura original y trascendente, donde la perspectiva humana ocupó siempre el lugar más relevante.
En torno a las características más pronunciadas de la civilización griega, Henríquez Ureña (1998:23) hace la siguiente reflexión:
“El pueblo griego introduce en el mundo la inquietud del progreso. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de cómo vive, no descansa en averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección. Juzga y compara; busca y experimenta sin tregua; no le arredra la necesidad de tocar a la religión y a la leyenda, a la fábrica social y a los sistemas políticos. Mira hacia atrás, y crea la historia; mira hacia el futuro, y crea las utopías, las cuales, no lo olvidemos, pendían su realización al esfuerzo humano. Es el pueblo que inventa la discusión; que inventa la crítica. Funda el pensamiento libre y la investigación sistemática”.
La antigua Grecia es para Henríquez Ureña la fuente esencial de que se nutre todo humanismo, por cuanto constituye el huerto fecundo de donde brotan todas las ideas que en la actualidad se agitan como torbellino incesante en las mentes y en el quehacer cotidiano de todos aquellos que conformamos la denominada civilización o cultura occidental.
El escritor dominicano destaca los dones que posee ese pueblo, a quien reconoce como capaz de recurrir a un tiempo a la religión y a la leyenda, donde los dioses y los hombres se confunden en un gran abrazo. También fue forjador de las “polis” o Ciudades-Estados y del sistema político-social que lleva por nombre democracia, aunque en su forma imperfecta, en la medida en que sólo los hombres que tenían la condición de ciudadanos podían elegir y ser elegidos, en desmedro de las mujeres, de los comerciantes o artesanos, que denominaban metecos o periecos, y de los esclavos, los cuales estaban ausentes de toda convivencia social.
De igual modo, fue creador, en un solo haz, de la historia que se refiere al pasado y de las utopías que, en tanto ansias de perfección, se refieren al futuro y logran su concreción gracias al esfuerzo efectivo de los seres humanos. Asimismo, fue forjador de la discusión, la crítica y el método como medio efectivo para lograr la mejora continua de las diferentes facetas del ser humano. Y fue quien impulsó el ejercicio del libre pensamiento y de la investigación sistemática en los más diversos ámbitos de la filosofía, la literatura, las ciencias, las artes y la religión.
Completando su visión panorámica sobre la civilización griega, Henríquez Ureña (1998:24) esboza el conjunto de aspectos que le distinguen de otras civilizaciones:
“Como no tiene la aquiescencia fácil de los orientales, no sustituye el dogma de ayer con el dogma predicado hoy: todas las doctrinas se someten a examen, y de su perpetua sucesión brota, no la filosofía y la ciencia, que ciertamente existieron antes, pero sí la evolución filosófica y científica, no suspendida desde entonces en la civilización europea… El conocimiento del antiguo espíritu griego es, para el nuestro, moderna fuente de fortaleza, porque la nutre con el vigor de su esencia prístina y aviva en él la luz flamígera de la inquietud intelectual. No hay ambiente más lleno de estímulo; todas las ideas que nos agitan provienen, sustancialmente, de Grecia, y en su historia las vemos afrontarse y luchar desligadas de los intereses y los prejuicios que hoy las nublan a nuestros ojos”.
Henríquez Ureña destaca que una de las características más acentuada de la civilización griega es el examen crítico de todas las doctrinas que llegan a sus manos, de cuya acendrada dedicación al análisis sistemático, cáustico y holístico se deriva la evolución de la filosofía y la ciencia. De ellas dice que, si bien existieron mucho antes que los griegos, reconoce que con ellos adquiere una nueva dimensión y se convierte en un saber universal que transciende a la civilización europea y al mismo tiempo se constituye en fuente obligada para el desarrollo e innovación intelectual de la época actual, ya que la mayor parte de las ideas que mueven a la humanidad tienen sus raíces más profundas en la Grecia antigua.
No conforme con lo esbozado, Henríquez Ureña se adentra en las múltiples características que dan cuenta de la perspectiva integral que tenían los griegos en relación con el conocimiento, la aprehensión e interpretación de la realidad y lo necesario que es mantener la actitud ético-moral y axiológica en el proceder del ser humano en la búsqueda constante de la verdad y de la perfección del espíritu, siempre guiado por la mesura, la sabiduría y el amor. En ese orden Henríquez Ureña (1998: 24) expresa:
“Pero Grecia no es sólo mantenedora de la inquietud del espíritu, del ansia de perfección, maestra de la discusión y de la utopía, sino también ejemplo de toda disciplina. De su actitud crítica nace el dominio del método, de la técnica científica y filosófica; pero otra virtud más alta todavía la erige en modelo de disciplina moral. El griego deseó la perfección, y su ideal no fue limitado, como afirmaba la absurda crítica histórica que le negó sentido místico y concepción del infinito, a pesar de los cultos a Dionisos y Deméter, a pesar de Pitágoras y de Meliso, a pesar de Platón y Eurípides. Pero creyó en la perfección del hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible, y preconizó como conducta encaminada al perfeccionamiento, como ‘prefiguración’ de la perfecta, la que es dirigida por la templanza, guiada por la razón y el amor. El griego no negó la importancia de la intuición mística, del ‘delirio’ -recordad a Sócrates-, pero a sus ojos la vida superior no debía ser el perpetuo éxtasis o la locura profética, sino que había de alcanzarse por la ‘sofrosine’. Dionisos inspiraría verdades supremas en ocasiones, pero Apolo debía gobernar los actos cotidianos… Ya lo veis: las humanidades, cuyo fundamento necesario es el estudio de la cultura griega, no solamente son enseñanza intelectual y placer estético, sino también, como pensó Matthew Arnold, fuente de disciplina moral. Acercar a los espíritus a la cultura humanística es empresa de augura salud y paz”.
En este texto Henríquez Ureña resalta el profundo sentido crítico que siempre acompañó el pueblo griego, no sólo ante las concepciones religiosas, órficas o místicas, sino también ante toda conducta basada en principios éticos y morales, derivándose de ese proceder la evolución de la cultura en todas sus manifestaciones: la educación, la filosofía, la ciencia, el método y la virtud que le convierte en modelo de disciplina moral, sirviendo todo ello de referencia a la civilización occidental posterior.
Los griegos concibieron la perfección como el ideal más elevado a que debe aspirar el ser humano en todo su quehacer, el cual integra en un todo indisoluble lo místico, lo emotivo, lo intuitivo, lo volitivo, lo axiológico y lo racional. Sin embargo, el humanista dominicano enfatiza que la perfección del hombre, en tanto ideal humano, solo es posible lograrlo gracias a su propio esfuerzo, en tanto cuanto prefigura la conducta perfecta, sino que siempre debe estar orientada de manera indefectible por la templanza, la razón y la pasión.
Henríquez Ureña era del parecer que, si bien los griegos nunca negaron la intuición mística, fueron de opinión que la vida superior no podía supeditarse al ensueño, al perenne embelesamiento o a la demencia iluminada, ya que solo es posible alcanzarla mediante la virtud, la cual debe estar siempre guiada por la razón, la justicia y la moderación, donde se concilien adecuadamente las verdades supremas con los actos cotidianos.
Platón en su obra El Banquete o El Simposio puso de relieve cómo es posible entrelazar lo cotidiano con lo divino, tomando como punto de intermediación el “Eros”. Para Henríquez Ureña fue apasionante leer esta obra clave de la filosofía platónica, pero sobre todo en aquel pasaje donde Sócrates recurre a la diosa Diótima para expresar su parecer sobre el sentido no sólo físico del “Eros”, sino también en su ámbito espiritual o divino; no sólo en lo relativo a un determinado grado de consagración del amor sino a la aspiración máxima de lo bello, lo bueno y lo perfecto que rige todo lo existente; no sólo en sus múltiples manifestaciones finitas, sino en su fuerza infinita y omnipotente dentro de la totalidad.
Jaeger (2006:586), al referirse a la trascendencia humanística de este texto de Platón sobre el “Eros” o el amor, expresa:
“La significación humanista de la teoría del eros en el Simposio como el impulso innato al hombre que le mueve desplegar su más alto yo, no necesita de ninguna explicación. En la República, esta idea reaparece bajo otra forma: la del sentido y la razón de ser de toda Paideia es el hacer que triunfe el hombre dentro del hombre. La distinción entre el hombre, concebido como la individualidad fortuita, y el hombre superior sirve de base a todo humanismo. Es Platón quien hace posible la existencia del humanismo con esta concepción filosófica consciente, y el Simposio es la obra en que esta doctrina se desarrolla por primera vez. Pero en Platón el humanismo no queda reducido a un conocimiento abstracto, sino que se desarrolla como todos los demás aspectos de su filosofía a base de la experiencia vivida de la extraordinaria personalidad de Sócrates”.
Para Henríquez Ureña, las humanidades y el humanismo, cuyo fundamento necesario está en el estudio a profundidad de la cultura griega, no solamente encarnan enseñanza intelectual y placer estético, sino también, fuente de toda disciplina moral y espiritual. Su gran visión le permitió entender que el acercamiento de los diferentes espíritus a la cultura humanística es una fuente inagotable de salud y paz para toda la humanidad, única vía que le permitirá alejarse de todas aquellas catástrofes que le han llevado a su autodestrucción, como fueron los grandes conflictos bélicos de la antigüedad, así como la primera y segunda guerras mundiales, durante la primera mitad del siglo XX.
Es esa comprensión la que lleva a Henríquez Ureña a tomar al pueblo griego como el paradigma esencial de su concepción humanística integral, por cuanto fue capaz de realizar inmensos aportes a la literatura épica, lírica, trágica y cómica de la mano de figuras tan relevantes como Homero, Hesíodo, Arquíloco, Safo, Tirteo, Anacreonte, Píndaro, Jenófanes, Esopo, Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, entre otros. De igual manera, fundó la historia a través de los textos narrativos y analíticos de genios como Heródoto, Tucídides y Jenofonte, quienes reconstruyeron en toda su complejidad y esplendor el pasado mítico, místico, heroico y trágico de todo un pueblo que tuvo que enfrentar la embestida de las naciones enemigas y de polis vecinas, batiéndose en guerras como fueron: Troya, las Médicas y del Peloponeso, con lo cual logró reafirmar su identidad cultural y alcanzó los más elevados niveles de perfección espiritual y humana.
Grecia logró el desarrollo exponencial de la filosofía, la poética, la dramaturgia, el teatro, la prosa, la ciencia, el arte, el mito y la utopía, a partir de la reflexión sistemática y preeminente de determinados elementos de la naturaleza, del mundo material y espiritual, como la tierra, el agua, el aire, el fuego, el cielo, los átomos, los números, el ser, la identidad, lo indeterminado, lo finito e infinito, la física, la metafísica, la geometría, el conocimiento, el alma humana, la educación, la mitología, la medicina, la lógica, la ética, la moral, la axiología, las polis, las constituciones y las leyes, entre otros saberes claves para el desenvolvimiento y perfeccionamiento efectivo de la humanidad. Para ello el pueblo griego se valió de mentes brillantes y enciclopédicas, como fueron las de Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Safo, Píndaro, Anacreonte, Heródoto, Tucídides, Demóstenes, Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras, Heráclito, Parménides, Crátilo, Zenón, Meliso, Empédocles, Demócrito, Pitágoras, Diógenes, Gorgias, Protágoras, Isócrates, Hipócrates, Arquímedes, Sócrates, Platón y Aristóteles, entre otros, quienes hicieron aportes indispensables para la comprensión cabal del cosmos, del mundo, del ser humano y de la sociedad en general.
Al hacer un recorrido rápido a través de los aportes de Grecia al mundo literario de la antigüedad, Pedro Henríquez Ureña (2013:306) afirma:
“Hubo en Grecia grandes poetas épicos (el legendario Homero, a quien se atribuyen los dos grandes poemas de la Ilíada y la Odisea), dramáticos (Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes), líricos (Safo, poetisa de Lesbos; Píndaro, Anacreonte); grandes historiadores (Heródoto, Tucídides); grandes oradores (Demóstenes); grandes filósofos que eran a la vez escritores (Platón, Aristóteles; en cambio, Sócrates, el más famoso de los filósofos griegos, no escribió)”.
Es más que evidente que Henríquez Ureña tenía un conocimiento sumamente amplio en torno a los aportes que hizo la antigua Grecia al mundo occidental en los tan disímiles géneros de la literatura, la historia, la oratoria, la ciencia y la filosofía, el cual le permitió anclar en roca firme su humanismo integral orientado a la búsqueda incesante de la perfección del ser humano.
Al mismo tiempo Henríquez Ureña (2013:306) destaca la influencia que tuvo Grecia sobre la antigua Roma en todos los órdenes, cuando asegura: “Roma siguió el ejemplo de Grecia, imitándola en todas las artes, y tuvo poetas como Virgilio, Horacio, Ovidio; oradores como Cicerón; historiadores como Tito Livio y Tácito”.
Sin duda alguna, Roma tuvo en Grecia su espejo más fiel, tanto en el panteón de sus dioses mitológicos, en el mundo literario, en la oratoria, en la historia, en el arte como en la filosofía, dándole un carácter humanizante y mundano a todas sus producciones y disquisiciones teóricas, aunque a diferencia de aquella otra civilización, su accionar siempre estuvo guiado por un sentido práctico, utilitario y cotidiano. En el ámbito del arte, los griegos alcanzaron el más alto nivel de refinamiento y gusto estético, al combinar con gran sabiduría e intuición en sus obras de arte el equilibrio, la armonía y la belleza.
Como se ha podido observar, Henríquez Ureña tenía razones más que suficientes para denominar como el “milagro griego” a los inmensos aportes de la antigua Grecia a la cultura universal en todos los ámbitos, como ocurrió con el arte, la cultura, la filosofía, las ciencias, la lógica, la historia, la política, la ética, la moral, la estética, la metafísica, la pedagogía, la oratoria y las más diversas esferas del quehacer humano.
El Renacimiento: Interpretación moderna del mundo clásico griego
El renacimiento fue el movimiento cultural europeo que, teniendo como telón de fondo las cruzadas, el surgimiento el capitalismo comercial, el resurgimiento de las ciudades y las exploraciones geográficas de África, América y Oceanía, se planteó como tarea urgente una vuelta creativa a la antigüedad clásica de Grecia y Roma para recuperar de ella el hálito de perfección, paganismo, humanismo, libertad, armonía y belleza que la sacralización absoluta de la vida cotidiana había desterrado por más de siete siglos durante casi todo el periodo del medioevo.
A partir de los siglos XIII y XIV, los intelectuales italianos Dante Alighieri, Francisco Petrarca y Giovanni Boccacio, asumen una actitud crítica hacia la divinización de todos los espacios de su época y se plantean, cada uno a su manera y en función de sus propios medios formativos, comunicativos y literarios, una vuelta a la tradición clásica grecolatina para darle un sentido humano, libertario y de perfección a sus creaciones artísticas y literarias.
Sin embargo, es entre los siglos XV y XVI con los artistas italianos Leonardo da Vinci, Miguel Ángel Buonarroti, Rafael Sanzio, Botticelli, Donatello, Donato Bramante, Filippo Brunelleschi, Pablo Veronés, Jacopo Robusti (El Tintoretto) y Tiziano Vecellio, así como con el greco-español Doménikos Theotokópoulos (El Greco) y el alemán Alberto Durero, cuando el movimiento renacentista adquiere su máximo esplendor y proyección a lo largo y ancho de toda Europa.
Asimismo, en los ámbitos filosófico, científico, literario y humanístico se destacan figuras como el polaco Nicolás Copérnico, el holandés Erasmo de Rotterdam, los italianos Giordano Bruno, Tommaso Campanella, Nicolás Maquiavelo y Galileo Galilei, los ingleses John Locke, Tomás Moro y Francis Bacon, el francés René Descartes y el español Juan Luis Vives, pasando varios de ellos a la condición de mártires de la literatura, la ciencia y el humanismo por la intolerancia religiosa de la iglesia católica o la incipiente iglesia anglicana.
Henríquez Ureña reconoce los inmensos aportes que hizo el renacimiento a la humanidad, pero al mismo tiempo asume una actitud crítica hacia este cuando le reprocha que su intento por recuperar la antigüedad clásica se quedó corto, al no plantearse la reconstrucción crítica del espíritu antiguo, sino que solo utilizó de forma fragmentaria materiales constructivos que para nada correspondían a la significación que antes se les había dado. En ese orden Henríquez Ureña (1998:24) se queja del renacimiento, al señalarle que a pesar del:
“…retorno a las ilimitadas perspectivas de empresa intelectual de los griegos, no pudo darnos la reconstitución crítica del espíritu antiguo. Fue época de creación y de invención, y hubo de utilizar los restos del mundo clásico, que acababa de descubrir, como materiales constructivos, sin cuidarse de si la destinación que les daba correspondía a la significación que antes tuvieran. La antigüedad fue, pues, estímulo incalculablemente fértil para la cultura europea que arranca de la Italia del siglo XV; pero se la interpretó siempre desde el punto de vista moderno: rara vez se buscó o alcanzó el punto de vista antiguo”.
Henríquez Ureña asume una clara perspectiva crítica cuando le reclama al movimiento cultural e intelectual renacentista sus aportes limitados en el ámbito de las humanidades, al no generar entre los ciudadanos de entonces un espíritu creativo, emprendedor, de libre pensamiento y al mismo tiempo moralizante, que tuviera al ser humano como centro de todas sus reflexiones y producciones filosóficas, científicas, artísticas y literarias.
Ahora bien, esa actitud crítica en modo alguno significaba que Henríquez Ureña dejara de reconocer los grandes aportes que el renacimiento hizo a la humanidad, en cuanto a la utilización de múltiples y nuevos recursos relacionados con la forma, lo que le dio un gran impulso al desarrollo del arte, la literatura, la ciencia, la filosofía y a la cultura en todas sus dimensiones, horizontes y perspectivas.
2.4. Movimiento Intelectual Alemán: El nuevo humanismo que exalta la cultura clásica griega
A finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX surgió en Alemania un poderoso movimiento de renovación intelectual que postuló un nuevo humanismo que exaltaba la cultura clásica griega y latina, al tiempo que realizaba grandes aportes a la cultura universal con sus inigualables producciones científicas, literarias, artísticas, musicales y filosóficas.
En aquel movimiento intelectual descollaron figuras estelares como Immanuel Kant, Friedrich Hegel, Friedrich Schiller, Friedrich Schelling, Johann Glottieb Fichte, Johann Wolfgang Goethe, Georg Philipp Friedrich Freiherr von Hardenberg (Novalis), Ernest Theodor Amadeus Hoffman, Friedrich Hölderlin, Christoph Willibald Gluck, Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Heinrich Heine, Johann Joachim Winckelmann y Ludwig Feuerbach, entre otros importantes eruditos de la época adscritos a diferentes corrientes y movimientos, como el romanticismo, la ilustración y el neoclasicismo greco-latino.
Al hacer un análisis del contexto cultural e intelectual que vivió Alemania entre los siglos XVIII y XIX, el humanista Henríquez Ureña (1998:25) habla de la gran transformación que significó para ese país un movimiento innovador en las esferas de la filosofía, el arte y la historia, donde la noción de humanismo que, en el renacimiento, era sumamente limitada, ahora adquiere una perspectiva integral, ya que asume una mirada crítica de la antigüedad, ya que asume la cultura clásica no como ornamento sino como fundamento de la formación intelectual y moral que primaría a partir de entonces:
“Y llegó al cabo, con el segundo gran movimiento de renovación intelectual de los tiempos modernos, el dirigido por Alemania a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. De ese período, que abre una era nueva en filosofía y en arte, y que funda el criterio histórico de nuestros días, data la interpretación crítica de la antigüedad. La designación de ‘humanidades’, que en el Renacimiento tuvo carácter limitativo, adquiere ahora sentido amplísimo. El ‘nuevo humanismo’ exalta la cultura clásica, no como adorno artístico, sino como base de formación intelectual y moral”.
Asimismo, Henríquez Ureña destaca los grandes beneficios que obtuvieron las letras españolas de ese trascendente y fructífero movimiento de renovación intelectual alemán, pues de allí salieron los métodos que contribuirían a renovar la erudición española, después de dos centurias de labor difícil e incoherente, cuando fueron introducidos por don Manuel Milá y Fontanals y luego los propagó don Marcelino Menéndez Pelayo y su destacada escuela, de la cual Ramón Menéndez y Pidal fue, sin lugar a dudas, su más aventajado discípulo.
Como se ha podido observar, Henríquez Ureña se interesó de muy buena gana por verificar cómo el pensamiento de la antigüedad grecolatina era filtrado por la modernidad, primero de una forma un tanto deficiente y unilateral por el movimiento renacentista y luego de manera integral y consecuente por la filosofía clásica alemana. Esta se expresó más claramente a través del idealismo alemán que tuvo como máximos representantes a Immanuel Kant y Friedrich Hegel, en el romanticismo alemán que representaron de forma cimera Goethe, Heine, Schiller, Schelling, Fichte, Novalis, Mozart y Beethoven, entre otros, así como en el materialismo antropológico, cuya su figura más destacada lo fue Feuerbach, quien, con su crítica antropológica de la religión, creó lo que se podría denominar el humanismo ateo contemporáneo o el ateísmo antropológico. Esos inmensos aportes, vistos de conjunto, serían las bases tanto para el desarrollo ulterior de la filosofía, de la ciencia histórica, de la erudición española, así como de la creación del materialismo dialéctico e histórico de Karl Marx y Friedrich Engels.
2.5. Perspectiva Humanística Hispanoamericana: La Revolución Popular Mexicana de inicios del siglo XX
Una experiencia más cercana a nosotros fue la Revolución Popular Mexicana de 1910, la cual no sólo implicó cambios económicos, sociales y políticos muy profundos, sino que trajo consigo cambios radicales en el orden cultural e intelectual, en los que jugó un rol de primer orden el gran humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña, quien a partir de 1906 se mudó de la isla de Cuba, donde vivía junto a su padre Francisco Henríquez y Carvajal y sus hermanos desde 1902, a la ciudad de México, pasando primero por su Santo Domingo natal.
Sobre esos cambios trascendentes en el mundo cultural de México, país sacudido por una profunda crisis económica, social y política, que mantenía en la pobreza extrema a millones de mexicanos y en que intentaba perpetuarse en el poder el gobierno autoritario de Porfirio Díaz, el propio Henríquez Ureña (2004a:306-307) hace una relación detallada de los acontecimientos:
“El nuevo despertar intelectual de México, como toda la América Latina en nuestros días, está creando en el país la confianza en su propia fuerza espiritual. México se ha decidido a adoptar la actitud de discusión, de crítica, de prudente discernimiento, y no ya de aceptación respetuosa, ante la producción intelectual y artística de los países extranjeros; espera, a la vez, encontrar en las creaciones de sus hijos las cualidades distintivas que deben ser la base de una cultura original…
El preludio de esta liberación está en los años de 1906 a 1911. En aquel período, bajo el gobierno de Díaz, la vida intelectual de México había vuelto a adquirir la rigidez medieval, si bien las ideas eran del siglo XIX, ‘muy siglo XIX’. Toda Weltanschauung estaba predeterminada, no ya la teología de santo Tomás o de Duns Escoto, sino por el sistema de las ciencias modernas interpretado por Comte, Mill y Spencer; el positivismo había reemplazado el escolasticismo en las escuelas oficiales, y la verdad no existía fuera de él. En teoría política y económica, el liberalismo del siglo XVIII se consideraba definitivo.
En la literatura, a la tiranía del ‘modelo clásico’ había sucedido la del París moderno. En la pintura, en la escultura, en la arquitectura, las admirables tradiciones mexicanas, tanto indígenas como coloniales, se habían olvidado: el único camino era imitar a Europa. ¡Y qué Europa: la de los deplorables salones oficiales! En música, donde faltaba una tradición nacional fuera del canto popular, se creía que la salvación estaba en Leipzig…”.
El panorama que imperaba en el México de inicio del siglo XX, tal como lo presenta Henríquez Ureña, era totalmente desolador, donde el positivismo había desplazado al escolasticismo y se había erigido en la filosofía oficial, la teoría política y económica que imperaba era el liberalismo, pero con una praxis política estatal dictatorial, en el ámbito de la literatura lo que predominaba era la última moda del París moderno y en las bellas artes el camino más expedito era la imitación de Europa, pero fundamentalmente aquella de los salones oficiales.
Esa realidad lúgubre empieza a cambiar con la emergencia de una nueva generación intelectual, hija de la revolución mexicana de 1910, que fue creando confianza en su propia fuerza espiritual, que asumió una actitud de discusión, de crítica constructiva y de sensato discernimiento frente a los modelos intelectuales extranjeros, al tiempo que volvieron su mirada hacia el lar nativo para recuperar toda la riqueza que encierra y así avanzar en la creación de una cultura original.
De esta manera esboza Henríquez Ureña (2004a:307-308) la forma de cómo se fue conformando la nueva generación intelectual que dio a luz la revolución mexicana de inicio del siglo XX:
“Pero en el grupo a que yo pertenecía, el grupo en que me afilié a poco de llegar de mi patria (Santo Domingo) a México, pensábamos de otro modo. Éramos muy jóvenes (había quienes no alcanzaran todavía los veinte años) cuando comenzamos a sentir la necesidad del cambio. Entre muchos otros, nuestro grupo comprendía a Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Acevedo el arquitecto, Rivera el pintor.
Sentíamos la opresión intelectual, junto con la opresión política y económica de que ya se daba cuenta gran parte del país. Veíamos que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse. Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro mayor maestro, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡oh blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce.
Y en la literatura no nos confinamos dentro de la Francia moderna. Leímos los griegos, que fueron nuestra pasión. Ensayamos la literatura inglesa. Volvimos, pero a nuestro modo, contrariando toda receta, a la literatura española, que había quedado relegada a las manos de los académicos de provincia. Atacamos y desacreditamos las tendencias de todo arte pompier; nuestros compañeros que iban a Europa no fueron ya a inspirarse en la falsa tradición de las academias, sino a contemplar directamente las grandes creaciones y a observar el libre juego de las tendencias novísimas; al volver, estaban en aptitud de descubrir todo lo que daban de sí la tierra nativa y su glorioso pasado artístico…
Bien pronto nos dirigimos al público en conferencias, artículos, libros (pocos) y exposiciones de arte. Nuestra juvenil revolución triunfó, superando todas nuestras esperanzas… Nuestros mayores, después de tantos años de reinar en paz, se habían olvidado de luchar. Toda la juventud pensaba como nosotros”.
Es indiscutible que esa generación, de la cual Henríquez Ureña fue uno de sus principales mentores, contribuyó enormemente a la transformación cultural e intelectual del México de las primeras décadas del siglo XX. Esto permitió que tanto la filosofía, la ciencia como el arte centraran su quehacer fundamentalmente en el ser humano, partiendo de las tradiciones milenarias de la población aborigen e integrando los diversos aspectos de aquel presente sacudido por grandes transformaciones económicas, sociales y políticas, donde las concepciones de los sectores más avanzados no necesariamente lograron hacerse dominantes sobre el conjunto de la sociedad mexicana de entonces.
No obstante, sus ideas y propuestas ganaron al ser sector más dinámico de la sociedad mexicana: la juventud, la cual fue capaz de llevar a cabo una gran revolución cultural, educativa e intelectual, que dio excelentes frutos en lo sucesivo tanto en México como en el resto de América Latina y el Caribe.
El Humanismo integral de Pedro Henríquez Ureña: la visión de sus discípulos, condiscípulos y contemporáneos
Son escasos los intelectuales de Hispanoamérica que en su labor literaria y pedagógica hayan logrado una ponderación tan elevada de sus discípulos, condiscípulos y contemporáneos, procedentes de las más diversas corrientes de pensamiento u orientación ideológica. En algunos casos los intelectuales son ponderados positivamente por sus discípulos, pero criticados acremente por sus condiscípulos y contemporáneos, o viceversa.
Pedro Henríquez Ureña es una de esas personas excepcionales de nuestro continente que tuvo la oportunidad de vivir, convivir y compartir en diferentes países tanto de América como de Europa y en todos ellos, con su labor humanística integral, contribuyó enormemente a sentar las bases para el surgimiento de nuevas generaciones de pensadores del más alto nivel. Procedamos a ver tan sólo algunos puntos de vistas de sus discípulos, condiscípulos y contemporáneos sobre la luminosa trayectoria de este gran humanista hispanoamericano.
Alfonso Reyes, figura cimera de las letras mexicanas, así como compañero de batallas intelectuales y amigo íntimo de Henríquez Ureña, nos describe de este modo al gran Pedro de América:
“Nativo de la hermosa isla antillana, la primada de las Indias, la predilecta de Colón; brote de una familia ilustre en la poesía, en la educación y en el gobierno; fadado desde la primera hora por las musas; mentalmente maduro desde la infancia, al punto que parecía realizar la paradójica proposición de la ciencia infusa; inmensamente generoso en sus curiosidades y en su ansia delirante de compartirlas; hombre recto y bueno como pocos, casi santo; cerebro arquitecturado más que ninguno entre nosotros; y corazón cabal, que hasta poseía la ofrenda superior de desentenderse de sus propias excelencias y esconder sus ternuras, con varonil denuedo, bajo el inasible manto de la persuasión racional, Pedro, el apostólico Pedro, representa en nuestra época, con títulos indiscutibles, aquellas misiones de redención por la cultura y la armonía entre los espíritus, que en Europa se cobijan bajo el nombre de Erasmo, y en América bajo el de ese gran civilizador, peregrino del justo saber y el justo pensar, que fue Andrés Bello (SEEBAC, 1996:546-547).
En Henríquez Ureña se combinan de una forma maravillosa el ser humano de alma noble y generosa con el pensador dotado de una formación intelectual superior, que siempre supo compartir con los demás sus conocimientos y saberes, que es el verdadero apostolado de un humanista a carta cabal.
De tal magnitud fue la labor humanística que desarrolló Henríquez Ureña entre los compañeros de su generación, sus discípulos y condiscípulos, que el intelectual y diplomático mexicano Alfonso Reyes lo eleva al pedestal de la inmensa faena intelectual que desarrolló el gran humanista holandés Erasmo de Rotterdam entre los espíritus europeos de la época renacentista y al arquetipo de Andrés Bello para la América desde principios hasta mediados del siglo XIX, tanto por su rol de peregrino del justo saber y el justo pensar como en su rol de gran civilizador espiritual.
Del acendrado humanismo de Henríquez Ureña, el filósofo argentino Francisco Romero destaca lo siguiente:
“Acaso ninguna designación convenga más a Pedro Henríquez Ureña que la de humanista. Fue -cosa exquisita y rara- un humanista de nuestro tiempo, y con ello creo yo que dio la mejor lección de su fecunda vida de maestro… El humanismo consiste en la asimilación de la cultura, en su incorporación al espíritu en los términos de una profundización y potenciación de lo esencial humano. La humanidad crea la cultura en un esfuerzo plural nunca interrumpido; la cultura ofrece aspectos puros, libres de cualquier escoria, en los que se manifiestan las capacidades y los anhelos más elevados del hombre -y otros de menor dignidad, de índole práctica, utilitaria-. El humanismo es la concentración personal de aquel primer aspecto o sector de la cultura, su reconducción al hombre, el enriquecimiento del individuo con todos los bienes de orden superior producidos por la especie, la animación del tesoro disperso al ser encarnado en una persona humana… Pedro Henríquez Ureña ha sido un humanista a la moderna. Ningún recinto de la cultura le era extraño y por todos transitaba con paso firme, tan ajeno a la inseguridad como al alarde. Cuando se atendía a su horizonte intelectual, sorprendía por lo vasto y por no mostrar huecos. Pero apenas se lo trataba un poco de cerca, se advertía que lo principal en este hombre de saber no era el saber mismo, sino la perfecta asimilación de lo sabido, que había pasado a ser sustancia suya propia (Tena Reyes y Castro Burdiez, 2001:410 y 414).
El humanismo de Henríquez Ureña nunca constituyó una pose, sino un estilo de vida cotidiano. Así lo ponen de manifiesto sus condiscípulos y discípulos, en la medida en que supo compartir con cada uno de ellos todo el tesoro cultural que encarnaba en su persona, siempre seguro de sí, pero sin hacer alarde de su vasto universo intelectual. Este hombre fue, ante todo, un maestro que tenía al ser humano como la fuente fundamental de inspiración y realización plenas.
Otro argentino, que poseía amplios conocimientos de cultura universal, literatura, física atómica y filosofía existencialista, a la que Jean-Paul Sartre denominaba humanismo, fue el escritor Ernesto Sábato, quien, en su condición de discípulo de Pedro Henríquez Ureña, habló de su maestro en estos términos:
“Fue un espíritu de síntesis, que ansiaba armonizar el mundo de la razón con el de la inspiración irracional, el universo de la ciencia con el de la creación artística. Su síntesis de individuo y universo, de razón y emoción, de originalidad y tradición, de concreto y abstracto, de hombre y humanidad es evidente en toda su obra de investigación y de enseñanza. No era un ecléctico; era un romántico que quería el orden, un poeta que admiraba la ciencia” (Tena Reyes y Castro Burdiez, 2001:56).
Henríquez Ureña buscaba armonizar siempre de forma inteligente la razón con la emoción, la filosofía y la ciencia con la creación artística y literaria, pero donde la preocupación por el ser humano se elevaba como el motivo esencial de sus investigaciones, reflexiones y enseñanzas, conjugando en cada una de ellas la originalidad y la tradición proveniente del mundo clásico y del lar nativo.
En torno a la labor crítica de este dominicano ilustre, el peruano José Carlos Mariátegui, uno de los precursores de las ideas marxistas en América Latina, elogia en uno de sus artículos la trascendental obra Seis Ensayos en Busca de Nuestra Expresión, hacia el año 1929, cuando afirma:
“En Henríquez Ureña se combinan la disciplina y la mesura del crítico estudioso y erudito con la inquietud y la comprensión del animador que, exento de toda ambición directiva, alienta la esperanza y las tentativas de las generaciones jóvenes. Henríquez Ureña sabe todo lo que valen el aprendizaje escrupuloso, la investigación atenta, los instrumentos y métodos de trabajo de una cultura acentrada; pero aprecia, igualmente, el valor creativo y dinámico del impulso juvenil, de la protesta antiacadémica y de la afirmación beligerante. Su simpatía y su adhesión acompañan a las vanguardias en la voluntad de la superación y en el esfuerzo constructivo. De ninguna crítica me parece tan necesitada la actividad literaria de estos países como de la que Pedro Henríquez Ureña representa con tanto estilo individual” (Tena Reyes y Castro Burdiez, 2001:305-306).
La crítica literaria basada en una investigación acuciosa y sopesada, así como la animación cultural de las nuevas generaciones en la prefiguración de su propio camino, fueron dos de las más bellas y sistemáticas acciones desplegadas de forma fecunda por Henríquez Ureña en su trayectoria intelectual, estimulando así la creatividad y el ingenio de no pocos jóvenes de su época, que luego trascendieron como figuras claves del parnaso literario, artístico y cultural hispanoamericano.
Amado Alonso, compañero de investigaciones lingüísticas de Henríquez Ureña, quien publicó junto a éste una Gramática Castellana y otros textos no menos importantes en el campo de las letras y la enseñanza del idioma español, acentúa la grandeza de este dominicano e hispanoamericano insigne.
Sobre la tríada del humanismo hispanoamericano que constituyen Andrés Bello, Rufino José Cuervo y Pedro Henríquez Ureña, Alonso nos dice:
“Tres humanistas de primer orden, tres grandes investigadores de las letras, ha producido hasta ahora nuestra América: Andrés Bello, Rufino José Cuervo y Pedro Henríquez Ureña. Los tres compartieron el destino de vivir la mayor parte de su vida fuera de su patria natal. El venezolano Bello, en Londres y Santiago de Chile; el colombiano Cuervo en París; el dominicano Pedro Henríquez Ureña en Cuba, en México, en Estados Unidos, unos pocos años en Europa y muchos en la Argentina. Los tres sintieron con honesta conciencia la existencia de una patria más grande, y la vida en tierras de lengua extraña aclaró en sus mentes lo que de patria común tiene un idioma común. Por eso fueron valerosos y tenaces defensores de la unidad lingüística hispanoamericana…Con sus virtudes comunes y dotes peculiares, Bello, Cuervo y Henríquez Ureña son la honra de América en los estudios humanísticos, los tres, pares entre los grandes de otras tierras” (SEEBAC, 1996:581-582).
Es muy trascendente que un investigador español de la talla de Amado Alonso coloque al dominicano Henríquez Ureña entre los tres más grandes humanistas que ha dado el continente americano, junto al venezolano Bello y el colombiano Cuervo, teniendo los tres en común haber vivido la mayor parte de su existencia fuera de su lugar de origen, la necesidad de construir una patria grande y próspera en la América Hispana y la importancia que le otorgaron todos a tener un idioma común, en este caso el castellano o español.
Por último, sobre la dignidad humanística de Henríquez Ureña, nos habla un compatriota suyo, el más grande filósofo de la República Dominicana de todos los tiempos, Andrés Avelino, quien con su decir alecciona a cualquier lector novel o versado, cuando observa estas palabras:
“Pedro Henríquez Ureña es uno de los más grandes humanistas de que puede vanagloriarse este mundo moderno antihumanista. Elevado tipo de persona muy escaso en esta civilización en que la ciencia, la técnica y el trabajo manual baten en retirada a la arquitectura perfecta del alma humana. Como Platón, creía él que el trabajo manual no deforma sólo el cuerpo sino también el alma. Es el hombre que dedica toda su vida al cultivo de la persona; no le interesan las cosas ni la materia sino en cuanto son infundidas de valor en la forma expresiva que le da el espíritu. Busca en denuedo la expresión porque en ella trascienden los productos objetivos de la cultura. Es él uno de los pocos hombres que en el mundo hacen desprecio del dinero para poner toda su acción al servicio de la cultura. Vio lo económico con un valor de utilidad que debía estar siempre al servicio de los valores más altos. Fue humano que no anduvo jamás detrás del oro, sino que, por el contrario, el dinero fue tras de él, en tímida ofrenda, temeroso de ofender su espiritualidad con su presencia” (SEEBAC, 1996:652).
Es evidente que Pedro Henríquez Ureña, por la dilatada labor intelectual que desarrolló, tiene entre sus discípulos, condiscípulos y contemporáneos más cercanos y más lejanos, el don de ser considerado “casi un santo”, “un profeta”, un hombre que supo “armonizar el mundo de la razón con el de la inspiración irracional”, uno de los “tres más grandes humanistas de América” y un “ser humano que no anduvo jamás detrás del oro sino que, por el contrario, el dinero fue tras de él, en tímida ofrenda, temeroso de ofender su espiritualidad con su presencia”.
Su gigantesca producción en los ámbitos de la historia de la cultura, la filosofía, la filología, la lingüística, el arte y las letras, tanto dominicana, hispanoamericana, hispánica como norteamericana, a lo largo y ancho del continente americano e incluso de España, convirtió a Pedro Henríquez Ureña en uno de los más grandes estudiosos y conocedores de la realidad hispanoamericana, razón por la cual soñó con hacer realidad su utopía de convertir, en una sola patria, grande y próspera, a todos los pueblos de la América Hispánica.
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